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jueves, 5 de noviembre de 2009

Y, a veces, viento...

Ayer fue la primera vez que utilicé una sartén sucia, que no se había fregado después de haber sido usada unas horas antes. Y me importó más bien poco... Porque en el camino que hice desde la Plaza Jaude hasta Avenue des Paulines, mi casa se desdibujaba más y más según me iba acercando a ella. Fue más largo que nunca, el recorrido. Resbalé varias veces con el follaje mojado que se amontona en las aceras. Y los deslizamientos no me ayudaban a adelantar en el camino; más bien, me arrastraban al pie de la cuesta arriba. Cuando llegué, una vez más, todo era silencio, oscuridad. La calefacción estaba apagada y, de nuevo, volví a equivocarme en el sentido que giran las llaves para abrir la puerta de mi habitación. Esperé horas eternas a una amiga que nunca dió señales.
Las tareas se amontonan en mi escritorio, en la biblioteca, en un despacho perdido. La lluvia y la avulia mandan tropas a Clermont. Y no hay ni un sólo café donde refugiar a la prole. Si Unamuno lo viera...
En esta austera villa protestante y gris, los colores del exilio pespuntan detrás de mi casa.
El tiempo vuela o se detiene, siempre a gusto contrario de mi necesidad. Y mis pantalones, cada día con más huecos entre piel y tela, se llenan de aire.
Una huelga de trenes interminable e incomprensible remarca la incomunicación, no sólo verbal...

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