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martes, 3 de febrero de 2015

Así

No me pidáis pasaporte
porque no soy extranjera,
que las puertas de mi casa
son las de casa frontera.

Ni mandéis carabineros
por si llevo contrabando;
mi equipaje eran mis sueños
y ya se van despertando...

Concha Méndez







Hasta siempre, Peter.

miércoles, 26 de febrero de 2014

¿Tú eres de verdad o no?

Anoche, cuando dormía,
soñé ¡bendita ilusión!

¡Cómo me gusta la sencilla alegría! La de la sencillez. La de aquellos que miran la vida sonriendo con sus pequeños logros. Un viaje, un encuentro, un objetivo más en el fardo. Y sonreír, histéricos, sonreír, sonreír, sonreír....
La sencilla alegría de la inexperiencia, del soñar. La primavera,  unas manos que se entrelazan, un proyecto y los nervios al morderse los labios. Aquel que tiene todo por descubrir, del que no entiende de quedar saciado y sigue y sigue y sigue...
La sencilla alegría de la modestia, de los sutiles ratos a solas, de la propia contradicción resuelta. La sensación del inicio, del principio, del empezar a. La sencilla alegría de una fotografía que hace pensar en la infancia, en la madre, en la sencilla alegría de una cometa que sube y sube y sube...

Aquellos días azules,
aquel sol de la infancia...

 
(No me canso de recomendar este documental. No se cansen de verlo. )




martes, 8 de octubre de 2013

La sombra de Hitchcock es alargada: ecos en Sjöwall-Wahlöö y Castle.


- Señora Andersson, ¿nos podría enseñar ese balcón?

Observaron el balcón. El piso al que pertenecía parecía tener sólo dos ventanas a la calle, una más grande al lado del balcón y otra más pequeña.

- Señora Andersson, ¿ha visto a ese hombre recientemente?- preguntó Martin Beck.


Rear window  (A. Hitchcock 1954)

Kollberg descubrió unos prismáticos, colocados entre las macetas. Los cogió y los dirigió al edificio de enfrente. La puerta del balcón y las ventanas estaban cerradas. Los cristales reflejaban la luz y no se podía discernir qué había al otro lado, en las habitaciones oscuras. 


The lives of others
( capítulo especial nº 100 de Castle, 1 abril 2013)



- Esos prismáticos me los dio Rutger - dijo la mujer (...) Suelo mirar a ese hombre con los prismáticos. Si se abre la ventana se ve mejor. No crean que soy una persona curiosa ni nada por el estilo, lo que pasa es que me operaron de una pierna y fue entonces cuando descubrí a ese hombre. Quiero decir, después de la operación. No podía andar y el dolor no me dejaba dormir. Así que me quedaba aquí, junto a la ventana..."

M. Sjöwall y P. Wahlöö, El hombre del balcón (Mannen på balkongen, 1967) p. 213 
RBA SerieNegra.


Y de aquí que la curiosidad siempre acabe por matar al gato...
(The Wrong Man, 1956)


jueves, 25 de julio de 2013

Verano fenicio (V)


Un tren
como un rápido
adiós,
como el campo segado
de agosto,
como rápida hoja
de guadaña
o tajante tijera
de injustas parcas.
Un tren
como un rápido
adiós,
sin tiempo para despedidas
ni pañuelos blancos
de blanca esperanza.


Y un mensaje a los mass media: no den más cabida a carnaza ni amarillismo, por favor. Bastante vergüenza pasamos ya gracias a los cretinos que nos gobiernan.

Hasta siempre, F.J.



miércoles, 29 de mayo de 2013

Elegía.

Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.

"Yo sé todos los cuentos",
León Felipe


"Ha muerto Paulino"

He is gone. Igual que se van las palabras o el tiempo o el polvo y la arena del parque. Quizá no es malo, pero sí triste, igual de triste que pisar un charco, un recuerdo, el desequilibrio.

Esta mañana muchos compañeros de facultad hemos recibido el triste mensaje por la desaparición de Paulino Ayuso. Su voz en El Mal poema de Manuel Machado, en la escena del asno y la iglesia de Réquiem por un campesino español, en las palabras de Aub y su opinión sobre el bachillerato y las raíces de uno. Su voz transmitiendo un mensaje: el amor a las letras, a la literatura del siglo XX. Quizá, hace siete años, alguien se quedó con esa voz y alargó el eco, durante muchas lecturas, hasta un doctorado en humanidades.

Gracias.

***

Adiós 
Luciano G. Egido
La única verdad es la literatura.
Fernando Pessoa 
Estaba condenado a muerte y los médicos le echaban de seis meses a un año de vida. Como es sabido el cáncer no perdona y ya era tarde para todo. Él ya se había hecho a la idea y había empezado a despedirse del mundo con una extraña resignación suicida. Hacía mucho tiempo que se había separado de su mujer y los hijos se habían desentendido de lo que le ocurriera. Sus amigos estaban muertos o vivían lejos y no quería darles el espectáculo de su agonía ni el golpe bajo de la crecida de sus remordimiento. Le hubiera gustado visitar por última vez algunos paisajes, que le habían congraciado con la naturaleza, y algunas ciudades donde había sido particularmente feliz, con toda la vida por delante para recordarlas. También hubiera querido encontrarse con algún viejo amor inolvidable, con alguna continuada manera de contemplar el mar, como la primera vez, y con algunos lugares, unidos a lecturas y a situaciones especialmente gratas. Pero todo le parecía irrealizable, porque exigía un esfuerzo que no se sentía con ganas de iniciar y menos de concluir. 
 Le quedaban los libros, más dóciles que su familia y más fieles que sus amigos. Los libros habían sido su pasión más fuerte y más duradera y los que habían ocupado la mayor parte de su pasado feliz. Muchas de las horas de su existencia, tan baqueteada y tan onerosa, las había pasado leyendo y en este ejercicio había aprendido todo lo que le había hecho falta saber. Arrastraba una deuda impagable con sus libros preferidos, inagotables, sorprendentes, luminosos, siempre cercanos. Podía señalar sin error la fecha en que cada uno de ellos había entrado en su biografía y el milagro que había esperado encontrar en el arcano interior de sus páginas cerradas. Recordaba la librería en que los había comprado y por supuesto el sitio exacto que ocupaban en su biblioteca. Le encantaba recorrerlos con la mirada, reconocer su título sin equivocarse y hasta acordarse de los avatares crueles de su encuadernación deteriorada. Coger alguno, hojearlo y comprobar los motivos de su adquisición, le producía un placer renovado, aunque a veces la memoria, después de tantos años, se resistía a completarlo. 
Por eso quería despedirse de ellos, por gratitud, por obligación moral, por lo que si fueran hombres se llamaría honestidad. Aquel deseo era probablemente el trago más doloroso de su enfrentamiento con la muerte. Iba a romper una vieja lealtad de la que no quería deshacerse. Eran muchos años de convivencia y no podía llevárselos con él, allí donde fuera, para perpetuar sus débitos. Calculó el tiempo que le quedaba y no había ninguna posibilidad de leerlos todos otra vez, de resucitar las antiguas alegrías, sus descubrimientos definitivos, los oasis de su fertilidad. Un libro al día, incluyendo los domingos, le daría para muchos años. Se le escapó una lágrima de protesta infantil ante la confirmación matemática de la locura de su proyecto. No eran tantos; pero eran demasiados para el plazo disponible. Por lo menos tardaría de diez a quince años en terminar aquella vuelta de despedida que sería su adiós a la vida, con toda la conciencia de su caducidad y toda la pena de su valor inabarcable. En resumidas cuentas, no había derecho a aquella injusticia desaprensiva, que no respetaba ni los mínimos derechos de un hombre. 
Escoger un libro, para iniciar la ronda, le costaba un disgusto, porque no sabía por cuál empezar. Leer algunos era dejar de leer otros y el tiempo apremiaba. Cada uno tenía su atractivo y el gozo de recuperarlo formaba parte de la felicidad prometida. ¿Cómo no despedirse de Proust, que le había desvelado el don de la mirada de la memoria? ¿Cómo olvidarse de Borges, que le había conmovido como un diamante tallado de una inteligencia artificial? ¿Cómo no releer a Faulkner, que le había enseñado a descubrir al prójimo, al negro que llevamos dentro? ¿Cómo irse sin haber vuelto por última vez a la luz mañanera de los sonetos de Petrarca? ¿Cómo no decirle adiós al pobre Don Quijote, perdido en las alucinaciones de su cerebro y de su tierra, de su marginación perpetua, de su obcecación suicida? ¿Cómo no recorrer el mundo a pie con Baroja, entre asperezas sentimentales? ¿Cómo abandonar al pobre Hamlet y dejarlo vagar a su albedrío sin una mirada de reconocimiento y de solidaridad? ¿Cómo no resucitar los convulsos sentimientos de Dostoievski, que tanto bien le hacían, aunque le dolían como un remordimiento? ¿Cómo renegar de Rilke y de su dolorosa lucidez? ¿Cómo resignarse a no volver a dialogar con Kafka, tan hermano, tan desgraciado, tan solitario y tan sufrido? 
Los días pasaban y no se decidía por ninguno, hasta que cortó por lo sano y optó por el orden alfabético de una selección de sus clásicos amores y que fuera lo que Dios quisiera. Empezaría por San Agustín y hasta donde llegara. Se temía que no alcanzaría ni siquiera la Alejandría de Durrell y mucho menos el Japón de Kawabata y menos todavía el París de Zola. Fue una carrera contrarreloj. Notaba que la enfermedad le iba invadiendo, como el nivel del agua en los cántaros de la fuente. Pero seguía leyendo contra viento y marea, con el gozo renovado de siempre, con el ánimo de un heroísmo cotidiano. Su organismo luchaba no contra la supervivencia, sino contra el tiempo. Notaba que las fuerzas le abandonaban, sobre todo al acercarse el plazo fatal de los seis meses anunciados y descubrir que estaba todavía en Camus. Apuraba las horas de sueño y la luz de los ojos, con el solo paréntesis de la noche para ganar la paz de la lectura mañanera, que a veces se le hurtaba por un cansancio excesivo. No podía más. Pero no se rindió. Vivía exclusivamente para leer y los libros le hacían vivir, no sólo venciendo a la muerte, sino duplicándole el gozo de la precaria vida que le quedaba. Era penoso terminar un libro y esperanzador iniciar otro, que se encendía con la luminosidad de una mañana de verano. 
El plazo definitivo del año se cumplió y esperó serenamente el desenlace con Garcilaso entre las manos y se dijo: «Que venga la muerte cuando quiera; pero me encontrará leyendo». Y no se murió, porque a veces los médicos no aciertan en la difícil previsión de las reacciones del insondable organismo humano. Y poco a poco empezó a creer en el milagro y leyó como si se drogara con una fruición renovada el Ulises de Joyce y hasta tuvo tiempo de coronarlo y cotejar la versión de Salas Subirat con la de José María Valverde. La furia irónica de Larra le vino como anillo al dedo para entretener la espera. A los dos años se enfrentó con La montaña mágica de Thomas Mann y consiguió llegar hasta el final, aunque le parecía imposible. El tiempo se dilataba para su satisfacción y los libros seguían acompañándolo en aquella carrera de fondo, que le dejaba sin aliento. A veces se desvanecía, se le iban las letras y se conformaba con acariciar el lomo de los libros, como si tuvieran piel humana. Aquellas interrupciones le parecían faltas a su deber, desfallecimientos de su moral. Cuando cerraba los ojos creía continuar leyendo de memoria. Los médicos estaban asombrados de aquella recuperación inexplicable. 
Pasó por Melvilla, Novalis, O’Neill, Pessoa, Quevedo, Rulfo, Sade, Tolstói y cuando estaba entrando en Unamuno y creía que había vencido a la muerte, se murió.

martes, 19 de febrero de 2013

Mírate y lo verás...

Quiso ser tan dulce que se llevó a los dos el mísmo día. Tres años del uno, primer aniversario del otro. Y el primer Evohé, como unas manos, como un auxilio, lanzándose hacia el presente desde aquellos días que se rompieron como la última galleta dentro del tarro. Es tan extraño... Un eros-tánato terrestre, quizá sea eso vivir a pie de calle. Así dulcificó el último trago añejo ese amante renegado de lo sí. Una baba del diablo que no fue tan mala, sino todo lo contrario, puesta sobre los ojos. Y descanso. Ciao. También se llevó a Kunfú, el gatito que nació perdido y sólo dejó sonrisas y algún que otro recuerdo de papel, por lo que ya existe más de lo que él mismo sospechó. A todos se les rompió el espejo. Y, sin embargo, el cielo sigue siendo cielo, cambiando su color según el día, que no es menos día de que fuera ayer, sino que sigue siendo día, día y noche, alterando sólo su factor de convención estúpidamente hipócrita y humana del calendario y agenda de colegial. Es tan extraño... Se ahogaron en el pozo de su propio tiempo. En un recuerdo-olvido del vivo que los piensa y que quizá quién sabe si los escriba ahora para mantenerlos no tan de ese otro lado desconocido, incorrupto; donde retenerlos y amarlos, hacerlos existir en una entrelínea, como un garabato, como un monigote o un ensayo de lo que fue y nadie recuerda bien del todo si fue o sólo invento. Entrevista con la sombra. Premio al alcanzar la meta de un tiempo de descuento que es el uno mismo. Pedazo quebrado del espejo que desmigaja desde la primera mirada que echamos sobre él o nosotros mismos: nacimiento, primer ofrecimiento amoroso a la parte de lo que un día ya no. Es tan extraño...




  
Velorios. Julio Cortázar 


  1. Francisco Curto.




  2. Ay, qué bonita la luna.
    Ay, qué bonita que estaba.

    Se decolgó como un cuchillo
    sobre el noble lecho de paja.
    Viento que trajiste un día
    noche oscura,
    madrugá larga...

    Ay, qué bonita la luna.
    Ay, qué bonita que estaba.

martes, 18 de septiembre de 2012

Blackbird singing in the dead of night
Take these broken wings and learn to fly
All your life
You were only waiting for this moment to arise.


Blackbird fly Blackbird fly
Into the light of the dark black night.

Blackbird singing in the dead of night
Take these sunken eyes and learn to see
All your life
You were only waiting for this moment to be free.

Blackbird fly Blackbird fly
Into the light of the dark black night.

Blackbird fly Blackbird fly
Into the light of the dark black night.

Blackbird singing in the dead of night
Take these broken wings and learn to fly
All your life
You were only waiting for this moment to be free.
You were only waiting for this moment to be free.
You were only waiting for this moment to be free.


Y se quedó en su eterno azul mirando al mar...
Hasta siempre, viejo.