L'Avenue des Paulines parece la calle José Abascal. O el túnel de Reina Victoria con Raimundo Fdez. Villaverde. O la salida a la M-30 por el Puente de Segovia. Todo, según la mires. Exceptuando una cosa: como si hubiera diferencia de franja horaria, allí deben de ser las 19:30-20:00 pm; aquí, el símil se da entre las 17:30 y las 19:oo h.
Los atascos en Clermont acompañan a la tombée du jour. Y a la campana del cementerio anunciando el cierre de sus puertas. Con ella, las ventanas de los bajos de cada edificio empiezan a oler a mantequilla, a verduras cocidas, a niños gritando que no quieren ducharse ni cenar. Mucho menos, irse a la cama para madrugar al día siguiente. Empieza a notarse el frío en la calle, en los parques y en la Place de la Victoire. Y algunos nos resistimos a recogernos, como los niños.
Cambio de rumbo, camino a casa. Miro al suelo y veo hojas marrones, crujientes. Me gusta ir, a intervalos, dándoles pataditas con la punta de las botas. Así se me hace más corta la vuelta, el camino. Quizá, el tiempo en sí mismo.
Se me viene a la cabeza el Paseo del Padre Claret, en Segovia, siempre inundado de hojas de álamo. Bajando de lo que era la Plaza de Toros, por la acera del Tanatorio y del antiguo Caprabo. Justo cuando cruzas la mortal rotonda y caminas parejo a la residencia de las Hermanitas de los Pobres. Sí, pobres...
Pero hablaba de las hojas. Cuando, siguiendo ese camino, al llegar a la entrada de los bomberos, el escenario cambia. Me imagino que levanto la vista y estoy esperando en la salida del parking, con la ensordecedora sirena antiincendios cortando el tráfico de la calle Santa Engracia, esquina con la Plaza del Descubridor Don Diego de Ordas. U Ordás, nunca acierto. A su derecha, subiendo la calle, también hay un residencia de ancianos, llamada eufemísticamente, "centro de día". A la izquierda, se ubican las oficinas y las patrullas de basureros de Madrid. Jose y aquel enano, vecino de Jorge y Paco "el salsas" ,seguirán allí sentados. Un poco más abajo, doblando la primera à gauche, seguramente, a esta misma hora, en la que l'Avenue des Paulines parece cualquiera de estas calles castellanas y yo voy para casa, imaginando todo esto, mi abuela, a gritos, prepara unas sardinas rebozadas, un caldito caliente o un par de huevos fritos con ensalada. Para mi abuelo, la hora de cenar es sagrada. Igual que su vaso de vino blanco. En Madrid, en Clermont o en la mismísima Conchinchina...
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A mi abuela, por haberme dado un cariño tan pesado y constante, resistente a miles de kilómetros de la que era nuestra casa.
A mi abuelo, en el día en que pillamos a su leucemia jugando al escondite en su vetusta memoria de niño grande.
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