Desde ese día , el perro siempre se sentó a la sombra que daba el cuerpo del abuelo recostado en el poyo de casa, vislumbrado en las alturas, como un santo para el devoto animal, entre las hojas de uva enredadas.
El abuelo pasó sus dos últimos años encamado, hablando, con la fiebre y la memoria, de la guerra. Carbonero esperaba debajo de la parra en verano; al resguardo, tras la cortina de la puerta, en invierno, queriendo engañar al sol de uñas del mes de marzo. Cada vez que sonaba la puerta, buscaba bajo el dintel, como sonriendo su hocico, la esperanza de la sombra del amo. Lo esperaba para volver a ir hasta el caño del pueblo a sentarse, en el banco de hierro de la carretera, con los demás viejos; viendo pasar los pocos coches que recordaban el ocaso del pueblo; viendo pasar el tiempo o la muerte...
Carbonero esperaba y, al final, vio salir al amo... Dos días después, el animalito murió, como oliendo el vacío de la cama, tras el entierro. Encontramos a Carbonero, tal y como solía esperar la caricia del amo: fiel, debajo de la parra y con la gancha del abuelo entre las fauces.