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sábado, 12 de diciembre de 2009

Sexta casilla del calendario de adviento... S.Nicolás

Te juro que fue la primera vez, en 22 años, en sentirlo. Las cosquillas de tu voz en mi hombro me provocaban. Quería darme la vuelta y pedirte un abrazo. Entre mis sábanas de tela polar y las rendijas de luz de la cancela. Mis manos se cogían entre ellas, haciendo fuerza por no quitarte el móvil y pedirte una mano, una muñeca, un codo; para aferrarme a ellos y dormir. Sentir seda en mi oreja...

Allez, allez, pas de probléme! Pero no. Es mejor hacerse la dormida... Y volver a citar a Sabina mientras pienso que, si hubiera conseguido encontrar el tesoro, seguiría contando moneditas de oro.

Tengo resaca sin haber bebido una gota. La jaqueca ranquea mi mente y nos sentimos demasiado arduas para arrancar en esta mañana de sábado, lluvioso.
Pero tengo ganas de festejar. Cuatro días para el regreso.

Tres tazas de café.
Una sopita de arroz, un par de huevos fritos. Un tuero de pan pasado, entre lo revenido y lo pétreo.
Una cremallaire a la que no estoy invitada.
¿Y qué?
Mi reino por un vuelo regular. Por un reloj que explote a sus manijas, para no ser yo quien explote de ansia y deseo.

Naufragar en el ardor de una chimenea. Morir de frío volando por un campo lleno de nieve, tirándome bolas y riéndome de cómo me dí a mí misma.
Darme la vuelta y reencontrarme con mis calificaciones en la escuela; con mi pasamontañas azul marino; con mis pataletas por ver la tele hasta tarde.
Levitar en el sofá hasta quedarme en blanco.
Ser Alicia, la nueva Alicia, que vuelve con su conejo bajo el brazo y se ríe, victoriosa, mientras revienta el espejo esperpéntico que deformaba los conatos de pensamiento. Hacer cuentas preciosas con los pedacitos del suelo. Inventarme, imaginarme y coger la maleta orgullosa, por una vez, de que, si bien no hicimos nada, la gozamos hasta el último rayo de luna.

Cargar el revólver del Capitán Garfio, pegar tres tiros al aire, o al tic-tac del cocodrilo y salir corriendo, como desquiciados, hasta el Nuevo Nunca Jamás; hasta que se descoyunten las extremidades; hasta que el aire agujeree los bronquios; hasta estamparnos contra la meta y llorar, chorreando sangre, porque, al fin, fuimos primeros en algo: dejé olvidado en ventanilla el hilo cuando pagué la entrada para el laberinto del Minotauro.

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