Páginas

lunes, 26 de agosto de 2013

Verano fenicio (VIII): desde Castilla no se ve el mar.

El problema no eran las velas de cumpleaños, ni responder que lo único que pasaba era el tiempo; ni siquiera el hecho en sí de envejecer. El verdadero problema era notar todo eso en los demás. Como fiel espejo de un ignoto Dorian Gray, el lento peldaño que se ascendía, poco a poco, casi imperceptible, en aquel rincón del planeta no se echaba de ver hasta que alguien entraba en su tienda y, amablemente, le pedía un paquete de tabaco. Y esto, que puede parecer una gran sinrazón, obtenía toda lógica cuando el más pequeño cambiaba, a la par que los pañales, el paquete de pipas por el de picadura, papel y filtros. No le daba miedo, pues, que los remanidos bastones dejaran de pasear, como pobladores pasajeros, por delante de su puerta, que era el cuadro de sus costumbres. Ni tan solo el hecho de que, abandonados, acabaran acompañando, legítimos en su apoyo, a su dueño durante el último paseo. El terror, como se imagina y concluye aquí, era la vida, la nueva savia que daba tarea a la Parca con nuevas cuerdas, mientras que la de su reloj cada vez estaba más gastada de dar, sempiterna, el paso a paso que subía la escalera del almacén. En resumen, se aprecia que el reloj de muñeca que había lucido, en tiempos, una esfera bañada en oro era ahora un quejoso reloj de pared, de madera abierta y apoltronada, como él en su sillita cada noche al cierre del negocio. Pensaba en ello, acurrucado en una manta áspera que le abrigaba más en verano y que en el invierno. Revolviendo la sopa de pan y leche, sin dar en otra razón más que en la de quedarse traspuesto con un es ley de vida por cojín entre la oreja y la mano izquierda hasta la mañana siguiente, cuando le venía a despertar y recordar que ahí seguía el gallo del Paulino...

No hay comentarios:

Publicar un comentario