Como cada lunes, veía su desayuno entrecortado por una entrada puntual, esperada, casi ya, echada en falta si su reloj avanzaba y la puerta aún no había sonado. La vió cómo entraba, saludando a las escasas almas que a esas horas se daban cita. Esto es, ella y su gato. A veces, perezosamente, su marido. Y el eterno bostezo del niño que despertaba con la semana entrante.
Levantóse pausadamente. Ninguna de las dos tenía prisa por el momento. Al cruce de la salutación recíproca, seguíale, como habitualmente, el vapor de la máquina de café y el tintineo de las monedas puestas en la barra de madera.
No obstante, en el transcurso de ese centesimal diálogo entre ambas, notaba al ponerse ella de medio lado para prepararle el encargo, que la otra mirada la describía de arriba a abajo, mentalemente, mientras sacaba una suerte de papeles dispersos y sin aparente relación. Nunca pensaba en ello, salvo en ese mismo instante, tan fugaz todo como el calor de la leche en esas madrugadas invernales.
Sin embargo, aquella vez, quizá por ser la última, quizá aun sin saberlo, semejaba que algo no era del todo igual a otras ocasiones. Puede que aquel "à bien tôt" pareciérale una despedida de quien creía, admiraba sus curtidas manos.
No se equivocaba.
Sin dar con la razón exacta, aquella mañana en la que tampoco terminaba de salir el sol, no fue directa a su mesa para continuar con el desayuno, como hacía habitualmente tras la salida de la primera clienta semanal. Sí, empero, recogió su taza, su cucharilla; los dos azucarillos descuidadamente abiertos por uno de los lados. Vio cómo se colocaba de nuevo el abrigo; el pañuelo al cuello, tapando ligéramente la boca; la cartera, cruzada, al lado izquierdo. De tantos lunes, ya había aprendido toda aquella gesticulación de memoria. Y lo que en principio no dejaba de ser costumbre, se descubrió en melancolía al ver que, a diferencia de otros días, la muchacha no había cogido uno de los dos sobres de azúcar, destinados, en su mayoría, a la ardua tarea de marcapáginas.
Siguió con el rabillo de la mirada la extrovertida salida de la joven. Y sin ser tampoco algo casual, pese a involuntario, el cristal de la puerta que se cerraba, puede que para siempre entre ambos personajes, hizo las veces de vis-à-vis. Ella, con las manos llenas de agua caliente y jabón, la miraba, como una imbécil, pensó justo antes de que le fuese devuelta la sonrisa desde la calle, a través de la puerta aún entreabierta.
Sonó el portazo.
La campanilla de la trastienda tras los pasos arrastrados de quien no quiere ir a la escuela.
El sifón de la cafetera que rezuma.
Y un animalito maullaba cariño...
Cuando volvió la vista de nuevo hacia la salida, la silueta de gabán negro se había esfumado. Ya no quedaba nada, salvo en su imaginación, de tantos lunes esperando, sin saberlo, la llegada de aquella desconocida en todo el pueblo. Y al engancharse el pantalón con el saliente de un cajón mal cerrado, recordó aquella mañana de marzo en que la nieve se cansó de taparlo todo y ella se atrevió a ponerse falda. Recordó el sonrojo "al carboncillo en papel" de ambas al descubrirse mirándole las rodillas, tan blancas del almacén; tan imperfectas de tanto tiempo a pie quieto...
*****
Se pasó toda la jornada sin descuidar el camino por el que siempre la veía marcharse. Incluso tuvo el valor de asomarse a él, en un momento en el que su marido, descuidado, inocente y puntual, revisaba el pedido del local, justo antes de que el niño llegase de la escuela. Él pensaba que, siguiendo la estricta rutina de las 12 del mediodía, la mañana concluía y estaba todo bajo control. Ella, aprovechándolo, salió furtivamente por la puertecilla de la cocina.
Había entreoído, hacía ya unas cuantas semanas, a unos comensales hablar de ella. Del quién será; del de dónde habrá salido; del qué le traerá por aquí. Se confesaba a sí misma, no sin cierta sorpresa, que ese tipo de comentarios le eran absolutamente molestos para con tal fiel clienta. Aunque, claro, no nos anticipemos: aún era demasiado pronto para saber el por qué de las cosas.
En fin, asomóse hasta el puente que cruzaba las vías. Esperó unos instantes, apoyándose como si fuera un alféizar, en la barandilla, y contempló la estación de trenes, desolada ya, y devenida en apeadero comarcal. El camino que continuaba unía una de las salidas del pueblo con aquel edificio vasto, solemne, un tanto tétrico, confinado a aquellos muchachos que, por una u otra razón, desertan de la sociedad. En el escaso trecho, asida de su delantal, volvió a pensar -¿cuántas veces lo había hecho ya?- que, por lógica, la muchacha, al ir en esa dirección tras tomar el tentempié, debía de dirigirse hacia allí. No había otra salida. Pero, ¿a qué iba a allí? La edad lo ponía todo en duda. Las apariencias... No, no sería la joven uno de ellos.
Y, medio convenciéndose de que todo aquello no llevaba a nada, resulta a desechar, vergonzósamente, aquella espera vana, se volvía con los brazos cruzados al pecho y la cabeza remoloneando levemente, como desdeñando algo...
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Por el silbido molesto del ferroviario, supo que daban las 12. El tren de mediodía, con su retraso habitual de 10 minutos, y el haber consentido que le acercaran en coche, por lo que ahora debía esperar aún más en aquel apeadero inhóspito, le provocaba cierta desazón, tan común entre los paradójicos que, como ella, apreciaban la puntualidad y el oportunismo. Se asomó a las vías, como para tomar el aire y despejarse. Paseó de lado a lado del andén, esquivando pasajeros y guijarros. Divisó, por entre la humareda de la última salida, un poyo al final de la acera. Caminando hacia él, adivinó, desde lo alto del puente que cruzaba las vía, no muy lejano, el revoloteo de un mandil de tela.
Vió entonces que ella también esperaba...
Lástima que ninguna supiera de la otra.
Y que, una vez más, el olvido prosiguiera a la esperanza...
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A Mme. L****, por tantos cafés calientes durante este largo invierno.
J.dD.M
À Clermont-Ferrand, 17 mai 2010.